LA PERLA
INCOMPARABLE
David Morse -un
misionero que se había establecido en la costa occidental de la India, para
predicar a la gente de allí las buenas nuevas de la salvación por Jesucristo-
conversaba con un viejo pescador de perlas, en quien el misionero se interesaba
desde que lo conoció, tratando de señalarle el camino de la salvación. El
pescador, cuyo nombre era Rambhau, acababa de emerger del agua sosteniendo
entre sus dientes una gran madreperla, que abrió rápidamente para extraer una
magnífica perla.
-¡Qué hallazgo,
Rambhau! ¡Esto representa una fortuna!
Como respuesta, el pescador encogió los
hombros, restándole importancia.
-¿Qué sucede?, ¿has hallado alguna más
hermosa?
-¡Oh, sí! Yo tengo una...
El pescador permaneció unos momentos en
silencio y luego, con voz quebrantada, dijo:
-Mire, ésta tiene
algunos defectos: una mancha aquí, una leve hendidura acá y además está un poco
alargada. Sin duda es hermosa, pero
existen mejores.
-¡Eres demasiado
exigente -exclamó David Morse-; yo la encuentro perfecta!
-Sin embargo -dijo
Rambhau-, es como lo que usted enseña en sus predicaciones: Las personas se
miran a sí mismas y se ven perfectas, pero Dios las ve tal como son realmente.
La conversación prosiguió mientras los
dos iban hacia la ciudad por una ruta polvorienta.
-Tienes razón,
Rambhau. ¿No ves que Dios, quien declara que ningún hombre es justo para estar
delante de él, ofrece una justicia perfecta a todos los que creen simplemente
su Palabra y aceptan su salvación gratuita?
-No, yo no puedo
creerlo. A menudo le dije que pienso que eso sería demasiado fácil. Quizá yo
sea demasiado orgulloso, pero es necesario que gane mi lugar en el cielo. De
otra manera yo no me sentiría satisfecho.
-Pero, Rambhau
-respondió David Morse, que oraba por él desde hacía años-, ¡jamás podrás ir al
cielo de esta manera! Hay un solo camino y éste no es el de las obras. Sólo
Cristo es el camino. Mira, tú ya eres
anciano, y quizás ésta puede ser tu última temporada de pesca de perlas. Para
que las puertas del cielo se abran para ti, te es necesario aceptar la nueva
vida que Dios te ofrece en su Hijo Jesucristo.
-Es verdad, éste es
mi último día de pesca de la temporada. Ya llega el fin del año y tengo que
hacer los preparativos para el que viene.
-Pero, sobre todo,
deberías prepararte para tu porvenir eterno.
-Justamente. ¿Ve
usted a ese hombre allí abajo? Es un peregrino que, con sus pies desnudos,
camina sobre las piedras más puntiagudas y se detiene cada tres o cuatro pasos
para arrodillarse y besar el suelo. Yo también quiero comenzar mi peregrinaje
el primer día del año e ir a Delhi andando de rodillas. Toda mi vida proyecté
esto. De esa manera voy a asegurar mi entrada al cielo.
-¡Hasta Delhi! ¡Pero
está a más de mil kilómetros de aquí, y a tu edad no lo podrás resistir!
-No importa, es necesario que yo
vaya. Sufriré, pero mi sufrimiento será dulce, pues por ese medio ganaré el
cielo.
-Pero Rambhau, amigo
mío, no hagas eso, te lo suplico. ¡Jesucristo murió para obtener tu entrada al
cielo!
El anciano pescador sacudió la cabeza, y
dijo:
-En este mundo yo no
tengo a nadie más querido que usted, sahib Morse. Usted se preocupa por mí
desde hace muchos años; me cuidó cuando estuve enfermo y me ayudó proveyendo a
mis necesidades. Pero nadie, ni aun usted, podrá quitarme el gran deseo de
obtener la vida eterna. Es necesario que yo vaya a Delhi...
Algunos días después, Rambhau llamó a la
puerta del misionero, y dijo:
-Necesito que usted
venga a mi casa unos momentos. Tengo algo que quiero mostrarle.
-Voy, con mucho
gusto -respondió Morse. Pero cuando se acercaban a la casa se estremeció, pues
el viejo pescador le dijo:
-Dentro de ocho días parto para
Delhi.
Rambhau hizo sentar a su amigo misionero
en la silla donde muchas veces éste le había explicado, aunque en vano, cuál es
el único medio para obtener la salvación, luego salió del cuarto y volvió con
un pequeño cofre en sus manos, diciendo:
-Aquí guardo, desde
hace muchos años, algo de lo que quiero hablarle. Usted no lo sabe, pero yo
tuve un hijo. Él era un pescador de perlas; el . mejor entre todos los
buscadores de perlas en las costas de la India. Se zambullía admirablemente,
tenía la mirada más aguda, los brazos más fuertes, pulmones que le permitían
soportar las apneas más largas. Era mi gozo y mi orgullo. Soñaba con hallar una
perla más hermosa que todas las que habían sido encontradas antes; y, un día,
él la halló. Pero para obtenerla se esforzó demasiado tiempo bajo el agua... Su
corazón no resistió y poco después murió.
El anciano inclinó la cabeza y, sacudido
por la emoción, permaneció unos momentos trémulo y en silencio. Luego dijo:
-Desde entonces he
guardado esta perla; pero ahora me voy. Y ¿quién sabe si volveré? Así que yo
quiero darle mi perla a usted, mi mejor amigo...
Rambhau abrió el
cofre y, del paño de guata que la envolvía, retiró lentamente una perla
gigante, que tenía un brillo incomparable y, sin duda, de un valor fabuloso. El
misionero quedó atónito; después dijo: .
-¡Qué maravilla, Rambhau!
-Sí, es perfecta.
En ese momento, a Morse se le ocurrió
algo; miró con vivacidad a su amigo y le dijo:
-Rambhau, ésta es
una perla extraordinaria. Quiero
comprártela. Te ofrezco mil dólares.
-¡Oh, sahib Morse, qué me
quiere decir!
-Te doy quince mil o
más. Si fuese necesario trabajaré para comprártela.
-¡No, Sahib Morse -dijo Rambhau, con mucha indignación-, en el
mundo no existe nadie que sea tan rico y tenga lo suficiente para poder pagar
el valor que ella tiene para mí! Yo no la vendería ni por dos millones. No la
tengo en venta. Usted podrá poseerla únicamente si yo se la regalo.
-No, Rambhau, yo no
puedo recibirla de esta manera. A pesar de que la deseo ardientemente, no puedo
aceptada así. Quizá yo sea muy orgulloso, pero poseerla de este modo sería
demasiado fácil.
-Parece que usted no
comprende. ¿No se da cuenta? Mi hijo, mi único hijo, dio su vida para adquirir
esta perla, y yo no la vendería a ningún precio. Lo que le da valor es la vida
de mi hijo. Yo no puedo vendérsela; ¡pero puedo y quiero obsequiársela! ¡Acéptela
como una prueba de mi afecto por usted!
Muy conmovido, el misionero no pudo
responder durante unos instantes. Luego tomó la mano del anciano y, dulcemente,
le dijo:
-Rambhau, ¿cómo no
lo llegas a comprender? Lo que te acabo de expresar es exactamente lo que tú
dices a Dios; y lo que me quieres hacer comprender es lo que Dios no deja de
decirte...
El pescador de perlas
fijó su mirada interrogadora sobre su amigo y la mantuvo así largo
tiempo. Lentamente comenzó a comprender. El misionero prosiguió:
-Dios te ofrece la
salvación como una dádiva, un don gratuito. Es tan grande y de tal
valor, que ningún hombre en el mundo entero podría comprarla. Centenares de
millones no bastarían. Nadie es lo suficientemente bueno para merecerla. Por
eso Dios te ofrece entrar al cielo gratuitamente, porque el costo para que esto
fuese posible fue la vida de su Único Hijo. Tú no podrías ganarte la salvación,
ni siquiera dedicándote a ello durante millares de años, si estuviera a tu
alcance, ni aun haciendo centenares de peregrinajes. Todo lo que puedes hacer
es aceptarlo. Rambhau, yo acepto tu perla con humildad y pidiendo a Dios que me
haga digno de tu afecto. Pero tú, ¿no quieres aceptar con humildad el gran don
de Dios, sabiendo que fue necesaria la muerte de su Hijo para que él pueda
ofrecértelo?
Por las mejillas del
anciano comenzaron a correr algunas lágrimas; luego dijo:
-¡Sí, ahora veo! Ya hace dos años que comprendí el valor de la
enseñanza de Jesús, y creo en Él, pero no podía aceptar una salvación gratuita.
Ahora entiendo que hay dos cosas que no pueden ser compradas ni ganadas, y a
las cuales no se les puede fijar un precio. ¡Recibo con gratitud el don de
Dios!
"Porque de
tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna".
(Juan 3: 16).
“Porque por
gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de
Dios. No por obras, para que nadie se gloríe”.
(Efesios 2:8-9)
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Dios a su Hijo nos ha dado, lleno de gracia y amor;
Jesucristo se ha entregado para ser el Salvador.
¡Oh,
qué amor tan grande y puro ya nos reveló Jesús! Al sufrir el castigo duro,
enclavado en una cruz.
Satisfecha
la justicia, es librado el pecador; para él ya no hay más condena, goza de Dios
el favor.